Vladimir
Nabokov, en Laughter in the Dark, 1936.
—Un
hombre —dijo Rex mientras doblaba la esquina
con Margot— perdió una vez unos gemelos de diamante en el ancho mar azul, y
veinte años después, ese mismo día, un viernes al parecer, estaba comiendo un
pescado y no encontró ningún diamante en su interior. Ésa es la clase de
coincidencias que me gusta.
Anónimo,
Famous Ghost Stories, Bennet
Cerf (Antología), 1944.
Una
joven soñó una noche que caminaba por un extraño
sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba
coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de
ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por
un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que
ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño
permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no
pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches
sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a empezar su
conversación con el anciano.
Pocas
semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a Litchfield, donde se
realizaba una fiesta de fin de semana. De pronto tironeó la manga del conductor
y le pidió que detuviera el automóvil.
Allí,
a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.
—Espéreme
un momento —suplicó, y echó a andar
por el sendero, con el corazón latiéndole aloca-damente. Ya no se sintió
sorprendida cuando el caminito
subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante la casa
cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano
del sueño respondió a su impaciente llamado.
—Dígame
—dijo ella—, ¿se vende esta casa?
—Sí
—respondió el hombre—, pero no le aconsejo
que la compre. ¡Esta casa, hija mía, está frecuen-tada por un fantasma!
—Un
fantasma —repitió la muchacha—. Santo Dios, ¿y quién es?
—Usted
—dijo el anciano y cerró suavemente la puerta.
Virgilio
Piñera
He
aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No
hay el temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se
está ahogando de antemano. También se evita que tengan que pescarnos a la luz
de un farol o en la claridad deslumbrante de un hermoso día. Por último, la
ausencia de agua evitará que nos hinchemos.
No
voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico. A primera vista se pensaría
en los estertores de la muerte. Sin embargo, esto tiene de distinto con ella:
que al par que se agoniza uno está bien vivo, bien alerta, escuchando la música
que entra por la ventana y mirando el gusano que se arrastra por el suelo.
Al
principio mis amigos censuraron esta decisión.
Se
hurtaban a mis miradas y sollozaban en los rincones. Felizmente, ya pasó la
crisis. Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco. De vez en cuando
hundo mis manos en las losas de mármol y les entrego un pececillo que atrapo en
las profundidades submarinas.