Mamá había muerto —dice Onelia entrando en la sala, donde nosotros,
desesperados, aguardábamos nuestro turno de atender a la enferma. Ha muerto,
repite ahora con voz remota y lenta. Todos la miramos asombrados, sin poder aún
concebir tal hecho, con un estupor silencioso y reciente.
Lentamente, en fila, nos encaminamos a la gran habitación donde
está ella tendida, boca arriba; el largo cuerpo cubierto hasta el cuello por el
monumental sobrecama que todos nosotros, bajo sus indicaciones precisas y su
mirada orientadora, tejimos y le ofrecimos entusiasmados en su último
cumpleaños... Está ahí, rígida, por primera vez inmóvil, sin mirarnos, sin
hacernos la menor señal. Tiesa y pálida. Despacio nos acercamos los cuatro
hasta la cama y nos quedamos de pie, contemplándola. Ofelia se inclina hasta su
rostro. Odilia y Otilia, de rodillas, abrazan sus pies. Finalmente, Onelia,
llegando hasta la ventana, se abandona al delirio. Yo me acerco aún más para
contemplar su rostro absolutamente petrificado, sus labios apretados y
extendidos; voy a pasar la mano por su cara, pero temo que su nariz, de tan
afilada, me hiera... Mamá, mamá, gritan ahora Otilia, Odilia, Onelia y Ofelia.
Entre alaridos y sollozos giran incesantes a su alrededor a la vez que se
golpean el pecho, la cara, se tiran de los cabellos, se persignan, se
arrodillan vertiginosamente sin detener la ronda a la cual yo, sin poder
contenerme, también aullando y flagelándome, me incorporo.
Plenamente desesperados pasamos la tarde y la noche gimiendo
alrededor de mamá. Y ahora, que ya amanece, que ya es de mañana, continuamos
con nuestros estertores. A cada vuelta que le doy contemplo su rostro y me
parece aún más largo y extraño. Así, cuando llega nuevamente la noche (y no hemos
cesado de girar, lamentándonos), casi no la reconozco. Algo como una mueca
aterrorizada, adolorida y terrible (horrible) se ha ido apoderando de toda su
cara. Miro a mis hermanas. Pero todas, imperturbables, continúan llorando y
dando vueltas junto al cadáver, sin haber percibido el cambio y sin
señales de cansancio.
Mamá, mamá, repiten
infatigables, poseídas, como en otro mundo. Yo, mientras giro detrás de ellas
—y anochece nuevamente— miro ahora para el rostro ennegrecido... Mamá en el
deshoje del maíz, ordenando los distintos trabajos, inundando la noche con el
olor del café, repartiendo turrones de coco, prometiéndonos para mañana un
viaje al pueblo: ¿es esto ahora? Mamá abrigándonos antes de apagar el quinqué,
orinando de pie bajo la arboleda, en pleno aguacero entrando a caballo con un
racimo de plátanos recién cortados, ¿es esto? Mamá desde el corredor, alta y
almidonada, olorosa a yerbas, llamándonos para comer, ¿es esto? Mamá
congregándonos para anunciarnos la llegada de la navidad, ¿esto? Mamá cortando
el lechón, repartiendo las carnes, el vino, los dulces... ¿esto? Mamá haciendo
desde la cumbrera, la exclusa (todos mirando embelesados) y ya desplegando ante
nosotros nueces, alicantes, yemas, dátiles... ¿es esto? ¿Es ella eso que ahí,
sobre la cama, en el centro —y ya amanece de nuevo— comienza a inflamarse,
lanzando un vaho insoportable?
Y mientras sigo girando
junto a ella, pienso que es hora ya de que resolvamos enterrarla. Salgo del
círculo y recostándome a la ventana cerrada, le hago una señal a mis hermanas.
Ellas, sin dejar de
gemir, me rodean. "tienes que sentirte", me dice Ofelia.
"pero hay que seguir adelante. No puedes dejar que el dolor te domine,
ella no te perdonará esa debilidad..." "Vamos", me
dice Odilia, tomándome una mano, "ven con nosotras". Otilia me
toma la mano: "Ahora más que nunca tenemos que estar juntos con
ella." Y ya estoy de nuevo en el círculo, gimiendo, golpeándome,
con ellas, el pecho con las dos manos, y tapándome de vez en cuando la nariz...
Así continuamos (y oscurece de nuevo); ellas, imperturbables, se detienen de
tarde en tarde para posar sus labios sobre el rostro desfigurado de mamá,
tomarle una de sus manos inflamadas o arreglarle el cabello, estirarle aún más
el vestido, pulirle los zapatos y volverla a cubrir con el sobrecama monumental
sobre la cual, ya incesante, planea un enjambre de moscas.
Aprovechando precisamente
la ceremonia del acicalamiento de mamá, me detengo junto a mis hermanas que,
ensimismadas, otra vez la peinan, le atan el cordón de un zapato que la
hinchazón había desabrochado, tratan de abotonarle la blusa que el pecho, ahora
gigantesco, desabotona. Creo, les digo con voz baja mientras me inclino, que ya
es hora de enterrarla.
—¡Enterrar a mamá! —me
grita Ofelia, mientras Otilia, Odilia y Onelia me miran también indignadas—.
Pero como es posible que hayas podido concebir semejante atrocidad? ¡Enterrar a
su madre!
Las cuatro me miraban con
tal furia que por momentos temo que se me abalancen.
—¡Ahora que está más cerca
que nunca de nosotras. Ahora que podemos permanecer día y noche junto a ella!
¡Ahora que está más bella que nunca!
—Pero ¿es que no sienten esa peste?, y esas
moscas...
—¡Cállate, maldito! —me dice ahora Onelia, acercándose,
escoltada por Otilia y Odilia.
—¿Peste? —dice Ofelia—.¿Cómo puedes decir que mamá,
nuestra madre, apesta?
—¡Qué cosa es la peste?— me interroga Ofelia—. ¿Sabes tú
acaso qué cosa es la peste?
No respondo.
—Ven—grita nuevamente Ofelia—: no es más que
un traidor. Ella, a quien se lo debemos todo. Gracias a la cual existimos.
¡Criminal!
—Nunca olió tan bien como ahora—dice Onelia, aspirando
profundamente.
—¡Qué perfume, qué perfume!—Odilia y Otilia, extasiadas—.
Es maravilloso.
Todas aspiran profundamente mientras me miran amenazantes.
Me acerco al cuerpo de
mamá, alejo, por un momento, al entusiasmado enjambre de moscas que zumban
furiosas, y aspiro también profundamente.
El enjambre de moscas que cierne ahora sobre la boca de mamá. Boca que al cabo de una semana de muerta se
abre ya desmesuradamente, al igual que sus ojos y las ventanas de su nariz, que
sueltan un líquido gris. La lengua, que también ha adquirido proporciones
descomunales, se asoma detenida por entre esa boca. —las moscas,
caprichosamente han alzado el vuelo—. La frente y el cuello también se han
inflamado considerablemente, de manera que el pelo parece encabritarse sobre
ese territorio tenso que sigue expandiéndose.
Odila la
contempla.
—¡Qué hermosa!
—Sí —digo
Todos, mientras la rodeamos, comenzamos a admirarla.
Ha estallado. Su cara había seguido
creciendo hasta ser una maravillosa bola, y ha reventado. Su vientre, que de
tan alto hacía que el cubrecama rodase constantemente, también se ha abierto.
Todo el pus acumulado en su cuerpo nos inunda, embragándonos. El excremento
retenido también salta a borbotones. Los cinco respiramos extasiados. Cogidos
de la mano giramos nuevamente a su alrededor y vemos cómo hilillos de humor y
pus brotan de su nariz desmesurada, de la boca que se ha rajado en dos mitades.
Y ahora el vientre, que al abrirse se ha convertido en un charco oscuro que no
cesa de bullir, lanza también un vaho delicioso.
Fascinados, nos acercamos
todos para contemplar el espectáculo de mamá. La tripas, que siguen reventando,
provocan una incesante pululación, el excremento, bañando sus piernas, que
ahora también se estremecen por sucesivos estallidos, se mezcla con el perfume
que exhala el líquido negruzco, anaranjado, verde, que sale a raudales por toda
su piel. Sus pies, convertidos también en esferas tersas, revientan, bañando
nuestros labios que ávidamente los besaban. Mamá, mamá, gritábamos girando a su
alrededor, embriagados por las emanaciones que brotaban de su cuerpo en plena
ebullición.
En medio de esta
apoteosis, Ofelia, resplandeciente, se detiene. Contempla por unos instantes a
mamá. Sale de la habitación y ya regresa, empuñando el enorme cuchillo de mesa
que solo mamá sabia (y podía) manipular. "Ya sé", nos dice
deteniendo nuestra ceremonia. "Ya sé." Finalmente pude
descifrar su mensaje... "Mamá", dice ahora dándonos la espalda y
avanzando. Odilia, Otilia y Onelia también se acercan y caen de rodillas
junto a la cama, gimiendo muy bajo. Yo, de pie, me quedo junto a la ventana.
Ofelia termina su discurso y avanza hasta quedar junto a mamá. Empuñando con
las dos manos el enorme cuchillo, se lo entierra hasta el cabo del vientre, y
cae, entre un torbellino de contracciones y pataleos, sobre el inmenso charco
pululante que es ahora mamá. Los gemidos de Otilia, Odilia y Onelia se alzan
rítmicamente hasta hacerse intolerables (para mí, que soy el único que los
escucho).
El maravilloso olor de
los cuerpos podridos de mamá y Ofelia nos embriaga. Relucientes gusanos se
agitan sobre ambas, por lo que constantemente permanecemos a su alrededor para
ver los cambios que van disfrutando. Veo cómo el cuerpo de Ofelia, ya
completamente carcomido, se confunde con el de mamá, formando una sola masa
purulenta y oscura que perfuma todo el ambiente. También veo las miradas codiciosas
que Odilia y Otilia le dirigen al promontorio. Algunas cucarachas se pasean por
los huecos de ambos cadáveres. Ahora mismo, un ratón, tirando con fuerza del
promontorio maravilloso ha cargado con un pedazo (¿De mamá? ¿De Ofelia?). Como
alteradas por el mismo aviso, por una misma orden, Otilia y Odilia se lanzan
sobre los restos, se apoderan —las dos al mismo tiempo— del cuchillo de mesa.
Encima de mamá y Ofelia se desata una breve pero violenta batalla que espanta a
los hermosísimos ratones y hace que las cucarachas se refugien en la parte más
intricada del promontorio. Con un rápido tirón Odilia se apodera totalmente del
cuchillo y con ambas manos comienza a introducírselo en el pecho.
Pero Orilia, liberada, le arrebata
violentamente en arma "Desgraciada", le grita Odilia,
poniéndose de pie sobre el promontorio, "así que querías irte con ella
antes que yo... Le demostraré que le soy mucho más fiel que todos ustedes".
Antes de que Odilia pueda impedírselo, se hunde el cuchillo en el pecho,
cayendo sobre el promontorio. Pero Odilia, encolerizada, saca el arma del pecho
de Otilia "Egoísta, siempre fuiste una egoísta", increpa a la
moribunda y se entierra el cuchillo en el corazón, muriendo (o fingiendo que ha
muerto), primero que Otilia, quien aún patalea. Finalmente, las dos, unidas en
un furioso abrazo de muerte, quedan exánimes sobre el promontorio.
El perfume de los cuerpos
de mamá, Ofelia, Odilia y Otilia se ha apoderado de toda la región que ahora es
un páramo encantador, pues los asquerosos pájaros, las sucias mariposas, las
hediondas flores, las pestíferas yerbas y demás arbustos, junto con los
inmundos árboles, han desaparecido, se han marchitado, se han ido avergonzados
o han muerto, debido —con razón— a su inferioridad. Toda es inutilidad endeble
y efímera, todo ese horror. Todo ese paisaje inútil, indolente, criminal, ha
sido derrotado. Y la región es una espléndida explanada recorrida por un rumor
extraordinario: el incesante ir y venir de cucarachas y ratones, el trajinar de
los gusanos, el zumbido infatigable de los luminosos enjambres de moscas. Al
compás de esa música única, bajo el influjo de ese maravilloso perfume, Onelia
y yo seguimos girando alrededor del gran promontorio, y cuando (raramente)
levantamos la cabeza es para contemplar la llegada, el homenaje indetenible,
voluntario, de las extraordinarias criaturas: ratas, ratones y más ratones,
regias cucarachas de tamaño descomunal, lombrices de veloces y esplendentes
figuras. Hemos abierto todas las puertas para que puedan entrar sin dificultad. Y siguen arribando. En grupos. En inmensos escuadrones. En acompasado y
magnifico estrépito se agolpan ceremoniosas junto a nuestros pies, y continúan
hasta el enorme cúmulo sobre el que se abaten, configurando una montaña en
perpetuo frenesí. Sólida nube que se ensancha, se eleva, se explaya. Siempre en
perenne movimiento, en cambiante, rítmico, inquieto, sordo y único delirio. La
gran apoteosis. En homenaje a mamá. Por y para mamá. Y ella en el centro,
divina, recibiendo el homenaje. Aguardando por nosotros.
Y hacia ti vamos, Onelia
y yo, aún con energía suficiente (sin duda por ti, insuflada) para llegarnos
hasta tu promontorio y, dichosos, ofrecernos. Con gran dificultad, Onelia logra
abrirse paso por entre las maravillosas criaturas. Apartando ratas y ratones
ensimismados en roer, provocando remolinos de moscas y cucarachas que
inmediatamente se posan sobre el sitio, hundiendo las manos en la fuente
tumultuosa que forman los gusanos, logra recuperar el cuchillo de mesa, me
mira, temerosa de que pueda arrebatárselo. Emite un pequeño alarido jubiloso y,
sin mayores tramites, se desploma sobre el gran tumulto. Las nobles cucarachas,
las bellísimas ratas, los perfumados y regios gusanos, encabritándose,
replegándose con giros magníficos la cubren al instante.
Ha llegado el gran momento. El gran momento
en que debo unirme a mamá. ¿Debo? ¿dije debo? Quiero, quiero, ésa es la
palabra. Finalmente puedo, hundiéndome en el torbellino de las alimañas...
¿Alimañas? ¿cómo puede haber salido de mi boca tal palabra? Mi madre, ¿mi
adorada madre, eso que ahí se mueve, puede llamarse acaso alimañas? ¿pueden ser
alimañas esas criaturas maravillosas que me aguardan y a las cuales debo
entregarme? Pero ¿otra vez dije debo? Cómo puedo ser tan miserable, cómo puedo
olvidar que no se trata de un deber, sino de un honor, un acto voluntario, de
un goce, de un privilegio. Con el enorme cuchillo entre las manos doy una
vuelta alrededor del tumulto que se repliega, expande y estremece tironeado por
todas las alimañas... pero cómo, ¿otra vez he dicho alimaña? ¿y no me arranco
la lengua? Sin duda, la felicidad que me embriaga al saber que pronto formaré
parte del perfumado promontorio me hace decir sandeces. Rápido, debo (¿debo?)
apurarme. Un minuto más es una prueba de cobardía. Todas mis hermanas ya están
ahí, junto a mamá, formando un solo conjunto maravilloso. Y tú, cobarde, sigues
dándole vuelta al tumulto, con el cuchillo de mesa entre las manos, sin, de un
valiente golpe, enterrártelo en el pecho. ¿Qué esperas?
Me detengo junto a las
sacrificadas. Pero ¿Cómo es posible llamarlas sacrificadas? Me detengo,
finalmente, junto al promontorio que forman mis dulces, hermosas y abnegadas
hermanas inmoladas... Pero ¿Qué es eso de inmoladas, miserable? Me detengo frente
al túmulto de mis cuatro hermanas consagradas. Con todas mis fuerzas aprieto el
cuchillo, lo levanto contra mi pecho. Empujo. Pero no entra. Sin duda, tantas
semanas girando alrededor del tumulto, sin comer, me han privado de todas las
fuerzas. Pero debo ignorarlo. Debo continuar. Debo terminar de una vez... Llego
hasta la sala, invadida también por el perfume de mamá y mis hermanas. Abro la
puerta del corredor que el viento había cerrado. Coloco el cuchillo entre el marco y la puerta que ahora entrecierro de manera que el arma quede
perfectamente firme y vertical, para poder lanzarme contra ella y que por sí
misma se introduzca en mi cuerpo. Tal como una vez ví hacerlo a un personaje,
en una película que fui a ver al pueblo, sin que mamá se enterara... Recuerdo
que era así: el personaje ponía el cuchillo entre el marco y la puerta. La
cerraba, y se abalanzaba, suicidándose. Sin dejar (naturalmente) huella alguna
en el arma... ¿Cómo se llamaba esa película? ¿Y sobre todo ella, la actriz?
¿aquella mujer tan hermosa a quien se le achacaba el crimen? ¿era su esposa?
pero ¿cómo es posible que piense en esas tonterías, cuando ahí, en la
habitación, está mamá aguardándome? Esperando, esperándome, junto con todas mis
hermanas. Ya es hora... ¡Ingrid Bergman! ¡Ingrid Bergman! Pero ¿qué palabras
son esas, maldito? Abro la puerta y el cuchillo cae al suelo. Más allá del
inmenso arenal que antes era el patio y el potrero —la finca entera— se ven, en
remota lejanía, las siluetas de algunos árboles y el cielo. Por un momento me
vuelvo. Escucho el furioso trajín de todas las alimañas que roen ahí dentro. Me
acerco y contemplo el espectáculo... ¡Ingrid Bergman! ¡Ingrid Bergman!, grito
más alto, opacando el estruendo de las ratas y demás bestias. Ingrid Bergman,
Ingrid Bergman, voy repitiendo mientras me lanzo al arenal, cruzo, cruzo ya el
potrero, la inmensa explanada, y llego hasta los primeros árboles... Me gusta
la peste de estos árboles; me encanta la hediondez de la yerba en la cual me
revuelco. ¡Ingrid Bergman! ¡Ingrid Bergman! Me fascina el olor putrefacto de
las rosas. Soy un miserable. No puedo evitar que el campo abierto me contamine.
¡Ingrid Bergman! Me golpeo, me vuelvo a golpear. Pero sigo arrastrándome por el
bosque, apoyándome en los troncos, aferrándome a las hojas, embriagándome con
las fétidas emanaciones de los lirios... Llego hasta el mar, me despojo de
todas mis ropas y, definitivamente cobarde, aspiro la brisa. Desnudo, me lanzo
a las olas que, sin duda, han de oler muy mal. Sigo avanzando sobre la espuma
que ha de ser pestífera. ¡Ingrid Bergman! ¡Ingrid Bergman! Y salto. Salto sobre
la blanca, transparente —¿hedionda?— espuma... Soy un traidor. Decididamente
soy un traidor. Feliz.