(Jorge Fernández Granados)
Nadie va a salvarnos.
Ni el amor, ni la fe, ni la palabra.
Nadie va a saber que fuimos tantos
embarcados en el haz de la ternura,
angustiados y desnudos,
errantes y remotos.
Nadie hablara por nadie.
A cada quien se le rompe el alma
con sus propios días mal escritos
o se le seca la espiga del mundo
cuando apenas la roza con sus manos.
Nadie va a defendernos
de la querella del silencio
ni a amarrarnos el nudo de la vida
o de los zapatos. Nadie
va a lavarnos de noche el corazón
con las gotas apuradas del sueño o del carlño
para aliviarnos del rudo, misterioso animal
que ama y carga nuestro nombre por el mundo.
Nadie va a salvarnos
de morir siempre a destiempo
prematura o viejamente agradecidos de lo simple,
aguerridamenfe tristes, y juntos, en la muerte.
Nadie va a mirarnos rodar en la ceniza
(somos incompetentes para la eternidad).
Nadie buscará los sitios
donde trazamos el alma alguna noche
con el mudable entusiasmo del amor o del instante.
No quedará tal lugar.
No quedarán los aromas ni los días ni los ecos.
Nadie va a explicarnos
porque estar aquí es ver morir una estrella en la nieve,
prender una fogata en la noche,
quemarnos los parpados con lágrimas azules,
fumar un cigarro antes de que la lluvia termine.
No tenemos tiempo de saberlo todo ni de amarlo todo.
Nadie fabrica el pan de lo divino.
Hemos jurado tantos nombres en vano.
y hemos caído alguna noche de rodillas
cerrando los ojos
porque el silencio fue la única oración
que guardaron nuestros labios,
pero no basto para decirle a dios
que estamos solos.
Solos frente a la primera lluvia
de una infancia de aguaceros,
frente a los trenes negros de una interminable madrugada,
bajo la sombra del oyamel
que perfumó las manos de mi abuela
en una helada montaña donde aprendieron mis pies a caminar.
Solos junto al grito de dolor de los que se aman,
solos en el instante desnudo de la gracia o la verdad
solos junto al fruto
de ese cuerpo que amanece en nuestros brazos.
Solos en la espesura ancestral de nuestros muertos
y en los barcos donde zarpa la dicha o la amargura
y junto a ese desconocido que todos los días
se quita lentamente la máscara, el abrigo y las palabras
frente a la noche del mundo.
Nadie va a salvarnos.
Nadie va a saber que lo sabemos.