(Jorge Fernández Granados)
Y qué cosa esa esto
que se ausenta pero vuelve
como el humo del alba
y se me sube al cuerpo y no lo tengo
nunca
y que nunca entiendo,
que me llora y me blasfema y me perfuma
y me apura y me complace,
qué cosa es esto que adquiere raíces y
corteza,
fronda,
y lo levanta el viento y es amargo y murmura
como el tambor de ritmos animales
y médula
y sal
y me tiembla en los ojos y las manos y
los días
y fosforece venas y montañas
y se templa y se quiere como barro
y es como altivez y como ternura y como
placer y es
congoja
y rabia
y nostalgia
y manía,
y qué cosa,
diablos,
qué cosa que aroma la fiesta o la
desdicha,
que se asoma a los minutos y da vuelta
como un ala
y se entierra y carcajea
y aplaude y me mira susurrante,
tan amorosamente tan cerca qué cosa,
atragantada por el sol austero y el mar
vehemente,
por la nieve
sigilosa,
que brazo que aletea
y se embriaga y entra a veces en el
cielo.
Y qué cosa pregunto es esto,
qué cosa,
donde germina la palabra y ronda la semilla
y se entromete el alma a puñetazos casi
sola
y araña la risa
y es certeza de sí misma y agua de
maderas
y furia numeral de esperma y llovizna
toda
y linfa de eternidades y vuelo de saurio,
qué cosa marabunta de milenios,
de navíos embrujados y gaviotas,
qué cosa ritual de abrazos a los hijos y
dolor de
hermanos
y sueño de la infancia
y última mirada de los moribundos.
Qué cosa que le tiene miedo al viento cuando azota
al fuego y al frío
y gime y canta y escupe y se enamora
y se lava la cara al alba en estanques silenciosos
y duerme con los ojos limpios
y dispersa luciérnagas recién nacidas en la niebla,
qué cosa,
carajo,
sabedora
que me tiene y me detiene
y me aumenta y me persigue y me saquea
y me precisa y a menudo
me ama con un amor de carnes y de dientes y de
labios
y a menudo con otro de silencio y de papeles y de
estrellas,
y es como rumoroso amor de calles líquidas y
templos vertebrales,
como el amor de un bosque antiquísimo de nieve
o como fuego dormido en la palma de las manos
amor sonrisa paridora, amor urdimbre de
cansancios,
amor cueva de místicos, boca de extraviados, sal en
el pelo,
amor noticia de epitafios, alcoba pasajera, grito del
nacimiento, amor que se gesta
y sube y
salva, amor,
la misma la otra redención,
el mismo el otro fervoroso aliento, amor
de sol y de tiempo y de mundo y de ti, amor,
cualquier piedra y un canto
y mi pulso diminuto y el color ligero de lo que no
vuelve
y qué cosa es qué,
qué razón
decir amor,
qué pregunta
y es tan dulce y quieta y tan lasciva
y tan revuelta y marítima y astuta
y nada
no es acaso nada, amor,
ni vuelo ni vacío ni palabra
ni cuerpo ni deseo
ni magia ni demencia,
o es amor es todo es esa cosa
es algo todo algo ese siempre algo aquí algo
ascendente
algo tuyo algo mío algo de nadie y algo de tantos
todos
algo inefable y sudoroso y mío
algo ilimitado algo inútil y magnífico amor
algo por ti y a pesar de ti
algo que nos quema
y nos llama sin remedio.
Pero soy torpe, finalmente,
Y no sé
cómo nombrarlo.
(Jorge Fernández Granados)
Nadie va a salvarnos.
Ni el amor, ni la fe, ni la palabra.
Nadie va a saber que fuimos tantos
embarcados en el haz de la ternura,
angustiados y desnudos,
errantes y remotos.
Nadie hablara por nadie.
A cada quien se le rompe el alma
con sus propios días mal escritos
o se le seca la espiga del mundo
cuando apenas la roza con sus manos.
Nadie va a defendernos
de la querella del silencio
ni a amarrarnos el nudo de la vida
o de los zapatos. Nadie
va a lavarnos de noche el corazón
con las gotas apuradas del sueño o del carlño
para aliviarnos del rudo, misterioso animal
que ama y carga nuestro nombre por el mundo.
Nadie va a salvarnos
de morir siempre a destiempo
prematura o viejamente agradecidos de lo simple,
aguerridamenfe tristes, y juntos, en la muerte.
Nadie va a mirarnos rodar en la ceniza
(somos incompetentes para la eternidad).
Nadie buscará los sitios
donde trazamos el alma alguna noche
con el mudable entusiasmo del amor o del instante.
No quedará tal lugar.
No quedarán los aromas ni los días ni los ecos.
Nadie va a explicarnos
porque estar aquí es ver morir una estrella en la nieve,
prender una fogata en la noche,
quemarnos los parpados con lágrimas azules,
fumar un cigarro antes de que la lluvia termine.
No tenemos tiempo de saberlo todo ni de amarlo todo.
Nadie fabrica el pan de lo divino.
Hemos jurado tantos nombres en vano.
y hemos caído alguna noche de rodillas
cerrando los ojos
porque el silencio fue la única oración
que guardaron nuestros labios,
pero no basto para decirle a dios
que estamos solos.
Solos frente a la primera lluvia
de una infancia de aguaceros,
frente a los trenes negros de una interminable madrugada,
bajo la sombra del oyamel
que perfumó las manos de mi abuela
en una helada montaña donde aprendieron mis pies a caminar.
Solos junto al grito de dolor de los que se aman,
solos en el instante desnudo de la gracia o la verdad
solos junto al fruto
de ese cuerpo que amanece en nuestros brazos.
Solos en la espesura ancestral de nuestros muertos
y en los barcos donde zarpa la dicha o la amargura
y junto a ese desconocido que todos los días
se quita lentamente la máscara, el abrigo y las palabras
frente a la noche del mundo.
Nadie va a salvarnos.
Nadie va a saber que lo sabemos.